La violencia e inseguridad en Veracruz no ceden terreno. Lejos de disminuir, se multiplica con una crudeza que lacera el día a día de sus habitantes.
En el norte, Papantla, Coxquihui, Coyutla, Poza Rica, Tuxpan, Álamo, Tihuatlán, Cerro Azul y Pánuco se han convertido en territorios donde la vida no vale nada y la muerte ronda –como centinela– en cada esquina.
En el sur, Coatzacoalcos, Minatitlán y Acayucan son sinónimo de miedo; en el centro, Córdoba, Orizaba, Xalapa, Coscomatepec y Martínez de la Torre padecen el mismo destino: asesinatos, secuestros, extorsiones, desapariciones y la implacable presencia del crimen organizado.
La sociedad veracruzana se repliega ante la falta de garantías. Salir de noche es un riesgo, pero también lo es trabajar, abrir un negocio o simplemente transitar por la calle.
La violencia no distingue ni condición ni geografía. El campo, las ciudades industriales y hasta la propia capital han sido tocadas por esta sombra que crece mientras las autoridades ocultan la realidad o se limitan a maquillar cifras.
El gobierno de Rocío Nahle –que con desmesura se jacta de la amistad con la presidenta Sheinbaum– ha evidenciado en diez meses una preocupante impericia para enfrentar esta aterradora crisis que no perdona colores ni olores partidistas.
No existen estrategias claras ni resultados evidentes para mitigar, por lo menos, el flagelo.
El discurso oficial se desgasta frente a la realidad sangrienta que se vive en los municipios.
La narrativa de “todo está bajo control”, “ya viene la Guardia Nacional”, “instalaremos una base militar” es tan insostenible como irresponsable.
Pero la obligación no recae únicamente en la administración estatal. El gobierno federal ha descuidado a Veracruz a su suerte, limitando su papel a enviar mensajes vacíos de coordinación y promesas “mañaneras” a medias.
La estrategia de “abrazos, no balazos” es hoy un espejismo que solo beneficia a los grupos criminales que han encontrado en Veracruz un nicho fértil para expandirse.
La ciudadanía merece vivir sin miedo y con su tradicional alegría.
El estado mexicano –en sus tres niveles de gobierno— ha errado en la más elemental de sus obligaciones: garantizar la seguridad.
Mientras Rocío Nahle administra el desastre con discursos incendiarios y la Federación voltea la mirada (se hace la desentendida), Veracruz –pese a los enclenques operativos de seguridad– sigue sonando como un chimbolero de sangre: desafinado, caótico y cada vez más ensordecedor.
Para aliviar el estrés constante, el perverso poder político distrae al pueblo con eventos musicales, gastronómicos, deportivos y artísticos.
Los movimientos fluidos, vibrantes y sensuales de la incomparable Shakira, sedujeron el miércoles 24 de septiembre en el puerto de Veracruz a más de 25 mil admiradores apasionados (que durante tres horas disfrutaron a la colombiana y olvidaron la estridencia de las balas perdidas), entre ellos numerosos integrantes de células criminales.
Pero eso sí, “Veracruz está de moda”.
Porque hay “Pan y Cirque du Soleil”.
Y, sobre todo, pululan payasos cursis y mediocres con nariz color guinda para enfatizar su comicidad.
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