En un mundo cada vez más polarizado, la mejor estrategia no es levantar muros comerciales, sino construir puentes económicos.
La nueva ola arancelaria desatada por el presidente Donald Trump ha reconfigurado los equilibrios del comercio global. Con una política que busca gravar prácticamente todas las importaciones provenientes de países como México, China y otros socios estratégicos, el gobierno estadounidense parece apostar por una especie de nacionalismo económico que resulta, en muchos sentidos, obsoleto y contraproducente.
Desde una visión libertaria, lo que ocurre es un retroceso alarmante: los mercados, que deberían autorregularse bajo los principios de la oferta, la demanda y la eficiencia productiva, están siendo intervenidos de forma agresiva por decisiones estatales que distorsionan el flujo natural de bienes, castigan la competitividad global y socavan la libertad comercial. En lugar de avanzar hacia un mundo de fronteras económicas más abiertas, Trump está desempolvando viejas recetas proteccionistas que ya fracasaron en el siglo XX, contradiciendo, estimados lectores, la principal filosofía del libertarismo económico: Cero intervención estatal en los mercados.
La otra cara del conflicto: China
En medio de esta tormenta, la tensión entre China y Estados Unidos se ha convertido en uno de los ejes principales del conflicto. Según estimaciones de la agencia de noticias AP, Washington ha impuesto nuevos aranceles sobre más de 300 mil millones de dólares en bienes chinos, incluyendo tecnologías, semiconductores, vehículos eléctricos y maquinaria industrial. La medida, según la narrativa oficial de la Casa Blanca, busca contrarrestar las “prácticas desleales” de China, pero lo cierto es que pone en riesgo cadenas de suministro globales que han tardado décadas en construirse.
China, por su parte, ha respondido con calma, pero con una estrategia clara: fortalecer su mercado interno, diversificar sus socios comerciales y ofrecer incentivos fiscales y financieros a empresas que reinviertan en su territorio. A diferencia del modelo estadounidense, el Estado chino, al menos en papel, planifica y controla sectores clave de su economía, apoyándose en subsidios, infraestructura y desarrollo tecnológico. Esa manera de operar, aunque poco compatible con los principios de mercado libre, ha sido eficaz para consolidar su influencia como la segunda potencia económica del mundo.
Ahora bien, las exportaciones chinas hacia Estados Unidos —sobre todo en sectores de bajo costo y alta rotación como textiles, electrónicos y bienes de consumo— podrían sufrir una desaceleración. Pero el golpe no será unidireccional: muchas empresas estadounidenses dependen de componentes chinos, y encarecer estos insumos solo generará inflación y reducirá la competitividad industrial de EUA. Además, la presión arancelaria podría acelerar la relocalización de fábricas hacia países como Vietnam, India o incluso México, generando una reconfiguración en la división global del trabajo.
México: firmeza con cabeza fría
En este escenario complejo, México ha optado por no caer en la trampa de la confrontación directa. La presidenta Claudia Sheinbaum ha respondido a las amenazas arancelarias de forma sobria, reiterando la disposición al diálogo sin ceder en la defensa de la soberanía económica. Lejos de recurrir a declaraciones incendiarias, el gobierno mexicano ha advertido que los aranceles afectarán también a las empresas estadounidenses con presencia en México y a los consumidores del otro lado de la frontera.
México tiene mucho que perder si el conflicto escala, pero también tiene una ventana de oportunidad. La mano de obra calificada, los tratados comerciales vigentes y la cercanía logística con EUA pueden convertir al país en una alternativa viable ante la salida de capitales de China.
Lo que está en juego no es solo una disputa arancelaria: es una batalla ideológica entre el libre mercado y un neoproteccionismo que, pese a su envoltura nacionalista, empobrece al consumidor, frena la innovación y desincentiva la competencia, como ya se ha analizado en varias ocasiones en este mismo espacio. Es innegable y, a la vez predecible, la visión rácana del presidente estadounidense quien, sin ser un economista experto, está cayendo en lo que Hayek llamaba La fatal arrogancia: “La creencia errónea de que los seres humanos pueden planificar y controlar completamente la sociedad y la economía mediante la razón y el diseño centralizado, ignorando la complejidad del orden espontáneo que surge de las acciones individuales coordinadas a través de mecanismos como el mercado, las tradiciones y las normas sociales”.
México, al mantener una posición firme pero racional, se coloca como un actor que entiende las reglas del juego global. En un mundo cada vez más polarizado, la mejor estrategia no es levantar muros comerciales, sino construir puentes económicos. Y en ese terreno, el liderazgo estratégico de Sheinbaum parece —hasta ahora— más sensato que muchos discursos ruidosos.
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