Comencé mi ejercicio en la docencia como profesor de educación primaria. Después de siete años de trabajo, conseguí 16 horas en una secundaria federal. Las experiencias alcanzadas con los niños de primaria fueron únicas y no me acostumbraba a entrar a un salón y luego a otro, con 60 jóvenes adolescentes en cada clase y con un trato que sentía lejano. Así que la tentación de regresar a mi grupo de primaria era muy intenso.
Sin embargo, al paso de las semanas, el trato se hizo más cálido. Comencé a encontrar razones y satisfacciones, y pensé que si había estudiado la Normal Superior, era porque me interesaba incursionar en la secundaria y el bachillerato. De hecho, siete años trabajé en dos escuelas preparatorias en donde disfruté plenamente el quehacer de profesor.
Así que después de tres meses, en 1978, renuncié a mi plaza de profesor de primaria para enfocarme de lleno en la secundaria y la preparatoria. Los azares del destino me mantuvieron frente a grupo solamente seis años más. Al iniciar el séptimo año hubo un giro inesperado en mis actividades docentes y tuve que abandonar las aulas para ir tras nuevas experiencias en noviembre de 1984.
Desde aquel entonces y hasta julio de 2015, fue un peregrinar enriquecedor en distintas instancias relacionadas con la vida sindical y con la administración pública en el sector educativo. Hermosas épocas cargadas de trabajo, responsabilidades, anécdotas, vivencias, dentro del ropaje que envuelve a la educación, que cubre, moviliza y detiene su caminar, y que al final del andar nos deja puntos de vista para comprender el enorme y complicado andamiaje que la mueve desde afuera y desde adentro.
Bastante complejo es el aparato burocrático del sistema educativo. Supongo que así deben ser los demás órganos que integran el Estado Mexicano. De las muchas inquietudes de juventud, de ser un soñador que ambiciona un mundo perfectible y cada día mejor, estas experiencias me situaron en una visión distinta de la realidad. Muchos luchan por perfeccionar ese gran aparato gubernamental que es el Estado, pero también muchos, quizá la mayoría, luchan por destruirlo o, al menos, por ignorar sus condiciones y pasar por alto el fondo y la forma que lo sostienen.
Una frase provocadora, ampliamente difundida, asegura que «Cada pueblo tiene el gobierno que se merece». Aunque esta frase se le atribuye a Joseph-Marie, conde de Maistre, filósofo y escritor francés contrarrevolucionario de la época tardía de la Revolución y el Enciclopedismo, en realidad es una idea que ha sido expresada de distintas maneras a lo largo de la historia por diversos autores.
Es una frase dura que no toma en consideración las condiciones de desarrollo que vive una sociedad. Cada pueblo, cada nación, vive diferentes etapas de desarrollo que le permiten vislumbrar las posibilidades de una vida mejor en distintas formas y en distintos momentos. La madurez como sociedad se alcanza con el esfuerzo del pensamiento y la acción. Como dice Ernest Cassirer, con los hechos e ideales.
La frase invita a reflexionar sobre si los ciudadanos contribuyen a mejorar su entorno político o simplemente toleran sus efectos. Insinúa que el tipo de gobierno que prevalece en una sociedad es consecuencia directa de la cultura política, el nivel de información, la participación ciudadana, la conciencia social, la manera de ser y de pensar de sus habitantes. Y esto, seguramente, no siempre es así.
Historias similares
Coatepec: el Pueblo Mágico que sobrevive a pesar del abandono
Carbonell con el G-10
Crónica de una tarifa incierta