Donald Trump, el impredecible, el jactancioso, nos distrae y provoca.
Pese a tener la cabeza fría y estar concentrados en publicitar su credo de “no mentir, no robar y no traicionar”, el arrogante presidente “disparó” desde el Salón Oval de la Casa Blanca y puso en evidencia mundial al gobierno mexicano:
“México hace lo que le decimos”, se ufanó de manera punzante.
Y al opinar sobre el tema, Jorge Castañeda, ex canciller y uno de los analistas políticos más versados en la relación bilateral, soltó:
“Es la nueva realidad. Lo peor es que es cierto”.
Ser vecino de Estados Unidos nunca ha sido tarea fácil.
La cercanía con ese país poderoso implicaba presiones para alinearse a sus políticas, especialmente en comercio y seguridad.
Y esta contigüidad representaba una oportunidad económica, pero también un riesgo por la dependencia comercial.
México dejó de ser solo “víctima” para convertirse en socio, aunque en una relación desigual.
La geografía nos condenó a compartir más de 3 mil kilómetros de frontera con la nación más vigorosa del planeta en preeminencia económica y bélica.
Y aunque eso nos ha dado comercio, inversión y un intercambio cultural innegable, también nos ha costado guerras, presiones diplomáticas y decisiones forzadas que no siempre responden a nuestros intereses.
La frase atribuida a Porfirio Díaz –aunque no haya certeza de que realmente la dijo—“Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos” se ha convertido en una síntesis perfecta de nuestra historia binacional.
En el siglo XIX, evocaba la tragedia de un país mutilado territorialmente.
Durante la Guerra Fría, recordaba las presiones políticas y económicas de un aliado incómodo.
Con la globalización y el TLCAN, mutó en una mezcla de advertencia y resignación: somos socios, pero el tablero lo ponen ellos.
Hoy, la frase sigue viva porque la asimetría no ha desaparecido.
La migración, el narcotráfico, las remesas y el comercio son eslabones que nos unen y encadenan al mismo tiempo.
México negocia cada día entre la demanda y la dignidad: defender su soberanía sin cerrar las puertas al mayor mercado del mundo.
En la política mexicana, la frase es comodín: sirve para inflamar el orgullo nacional, para justificar negociaciones incómodas o para culpar al vecino del norte de nuestras propias fallas.
Y quizá ahí está su vigencia: nos recuerda que la geografía es un destino del que no podemos escapar, pero cuya historia todavía podemos escribir.
Hoy es un recurso retórico para hablar de desigualdad en una relación que, sin embargo, es imprescindible para México.
Políticamente, funciona como carta de identidad nacionalista, pero también como excusa para justificar decisiones diplomáticas complicadas.
Porque, en el fondo, ser vecino de Estados Unidos no es solo un desafío: es la prueba constante de que México debe aprender a vivir…sin perder su distancia ni la cabeza fría.
¿Y eso de la soberanía nacional?
Ilusoria y presuntuosa. O sea, falsa.
Imagen de portada: Redes sociales
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