Es cierto, Claudia Sheinbaum goza de una aceptación social increíble en el ánimo del mexicano… no así en lo político. Porque una cosa es ser “la primera presidenta de México” en la percepción colectiva y otra muy distinta es ejercer el poder sin sombra alguna. Y en su primer año, las sombras fueron varias y muy pesadas: Adán Augusto López Hernández, Ricardo Monreal y Andy López Beltrán; eso sin contar la de AMLO.
Que nadie me venga con el cuento de la “división de poderes”. El presidencialismo no es una teoría política, es un deporte nacional, lo traen en el ADN político todos los partidos, de todos los colores y sabores. Pero en este arranque de sexenio, Sheinbaum parecía más una espectadora de palco VIP que la protagonista en el terreno de juego. Eso, claro, hasta que Donald Trump volvió a la escena.
El republicano, siempre fiel a su estilo bravucón, descubrió que vender la imagen de “justiciero” contra el fentanilo rinde votos en el Texas profundo. Así que empezó a pedirle “ofrendas de paz” a la presidenta mexicana, traducidas en la entrega de narcos de peso. Y Sheinbaum, práctica como es, cumplió. Nadie en este país va a llorar porque extraditen a un capo, salvo los que lo financiaban. Para el ciudadano común, esos intercambios son hasta terapéuticos: menos balas aquí, más puntos para Claudia allá.
Pero la fiesta se enturbió con “La Barredora” y la figura de Hernán Bermúdez Requena, un funcionario ligado a la seguridad en Tabasco que terminó arrastrando más polvo del que barrió. El escándalo fue mayúsculo: varios nombres cercanos a la Cuarta Transformación quedaron embarrados en la sospecha de vínculos con el crimen organizado. La oposición, que a veces parece zombie, revivió lo suficiente para usarlo como garrote contra Adán Augusto y, de paso, contra el siempre presente fantasma de AMLO, que hasta hoy se mantiene en el cómodo silencio del patriarca… aunque los raspones igual le llegan a la Presidenta.
¿Crisis para Sheinbaum? Sí. ¿Oportunidad? También. Bermúdez pasó de ser “pez gordo” a charal en un parpadeo, y con él, la cancha quedó libre para que Sheinbaum pueda ajustar cuentas con los “Pejes Gordos” que la menospreciaron. Porque en política –y más en la mexicana– mandar es demostrar que puedes cortar cabezas cuando el momento lo exige. Y si Trump sigue con hambre de más “ofrendas”, la presidenta tendrá que decidir: ¿entrega otra pieza mayor o corta el hilo por lo más delgado? En cualquiera de los dos escenarios, ella puede ganar… si quiere.
Hoy vemos a un Adán Augusto abatido, sin fuerza, herido, pero no acabado. Y ahí radica el detalle: un político herido puede ser más peligroso que uno sano. AMLO lo sabe. Sheinbaum, si ha mamado la política como parece, también lo sabe. En este juego, o lo anulas de una vez o lo conviertes en un problema recurrente. Y aquí viene la ironía: los mismos que la hicieron ver pequeña en su primer año, pueden convertirse en la excusa perfecta para que ejerza el poder presidencial con toda su rudeza.
El reto no es menor. Si logra que la Cuarta Transformación pase de promesa a ejercicio real en su “segundo piso”, puede trascender no solo como la primera presidenta, sino como la que hizo valer realmente el mantra de “no mentir, no robar, no traicionar”.
Es más, a partir de ese momento, hasta podría verse más seguido a Omar García Harfuch. Pero si titubea, corre el riesgo de quedar como simple heredera del lopezobradorismo, sin brillo propio. Y entonces, su aceptación política se evaporará más rápido que un tweet de Monreal.
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