Don Porrín era un paisano mío muy trabajador y algo ambicioso que después de muchos años de levantarse temprano y tener su negocio a punto había conseguido armar un bonito tendajón en el que ofrecía, con excepción de armas de fuego y balas, casi todos los productos que anuncia en décimas la letra del son La Tienda, tan bien cantado y tocado por Alberto de la Rosa y su Tlen Huicani.
A fuerza de ofrecer precios razonables y productos de calidad, don Porrín se fue ganando la confianza del pueblo y se logró hacer de una buena cartera de clientes fieles que con sus compras le garantizaban la permanencia y los sueldos de los dos empleados que tenía contratados para que le ayudaran a despachar y a mover las mercancías.
Cierto día, cuando estaba a la puerta de su negociación, se le acercó un sujeto de edad y estatura medias, sombrerudo, de botines naolinqueños y la piel curtida por el sol, que brillaba en un diente de oro reluciente cuando sonreía o se reía. Después del automático Buenas, el individuo le pidió algunas cosas de la tienda y ya al final le preguntó como sin querer si tenía polvo de arroz.
—Ah, caray, amigo, ahora sí que me la ganó usted. En más de 20 años que tengo vendiendo nunca había oído hablar de ese producto —respondió el buen Porrín.
—Pues se vende mucho en la sierra. Yo tengo un negocito allá en mi congregación y viera cómo me lo piden. Lo usan para hacer caldo de camarón y también lo revuelven con masa para hacer tortitas asadas a fuego lento —explicó el marchante.
Medio amoscado por no haber hecho tenido ese producto, don Porrín vio cómo se alejaba el cliente después de haber pagado su compra.
Días después le sucedió otra vez lo mismo a don Porrín: estaba en el dintel de su negocio cuando se apersonó un desconocido y le pidió lo mismo que el otro, el solicitado polvo de camarón, lo que puso en aviso al dueño, quien de inmediato pensó que estaba dejando de ganar un buen dinero. Esta persona, también un desconocido, le explicó que venía de otro poblado de la sierra y que ahí vendía varios kilos a la quincena del útil polvo, sobre todo en la época de la Cuaresma.
No importa que los avances tecnológicos sean tantos en esta época de descubrimientos maravillosos, no basta que haya avanzado tanto la humanidad, en lo recóndito de cada espíritu siempre alienta el tufo de la ambición, y de querer ser y tener más.
Sucede que unos días después apareció por la tienda de don Porrín un vendedor, y resultó que traía a la venta ¡dos bultos de polvo de camarón!
Obviamente, el tendero no dejó pasar la ocasión y adquirió toda la mercancía, que fue colocada en un lugar notable de la tienda.
Pasaron los días, las semanas y los meses, y nadie llegó a comprar el polvo de camarón. Los solicitantes y el vendedor se hicieron ojo de hormiga y nunca los volvió a ver don Porrín. Lo que si vio fue cómo se le echaba a perder su polvo soñado, hasta que terminó dando una propina a los basureros para que se lo llevaran, ya todo agusanado…
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