Era tiempo de evaluaciones. Durante cada periodo la maestra firmaba las actividades para darle un valor en la sumatoria total de cada alumno. Al final del periodo contaba las firmas. Había en el salón una niña que copiaba todos los apuntes, los tenía al corriente, pero no hacía actividades en el aula por más que la maestra intentaba motivarla con diversas estrategias. Sencillamente, ella no respondía al trabajo grupal como sus demás compañeros.
El día de la revisión de firmas curiosamente esa alumna tenía muchas firmas en su libreta, incluso sobrepasaba el número de actividades realizadas, así que la maestra, después de examinar la firma, solicitó la libreta más completa del salón para realizar una comparación, y revisó fecha por fecha, actividad por actividad, color por color, comprobando que, en efecto, las firmas eran falsas.
Increíble en verdad que una pequeña de quinto grado tuviera esos alcances para evadir una parte de sus deberes en la escuela. Lo que la pequeña no tomó en cuenta fue que en la revisión “rápida” de firmas la maestra observaba que la actividad fuera completa y corregida. Además, la maestra contaba con una gama de 24 colores de tinta distintos y cada día usaba uno diferente. La niña consideró que engañar a la maestra practicando su firma era una mejor habilidad que aplicarse durante las sesiones de trabajo.
Otra maestra, de segundo grado, atendía un grupo con muchos problemas de conducta. En especial había un niño que no conocía a su papá, y a su mamá la veía una o dos veces al mes. En esa visita le llevaba algún juguete para compensar su ausencia. Quizá por esa razón el pequeño, de 7 años, tenía un gran apego a los juguetes y los llevaba a la escuela creando continuamente momentos de distracción para él y sus compañeros.
A veces se portaba violento y en una ocasión golpeó a un compañero por sacar de su mochila un juguete. La maestra en un momento de desesperación, lo tomó de la mano y lo llevó afuera del salón sin percatarse que un grupo de madres la observaba. Le pidió al pequeño que hiciera respiraciones y contara hasta 10, le dijo que entraría al salón a dar unas indicaciones y volvería con él para platicar. Y así lo hizo.
Platicó con él y entendió el apego a sus juguetes. Hicieron el acuerdo de que ella se los guardaría al principio de la jornada y si él se portaba bien y trabajaba, se los entregaría a la hora del recreo, devolviéndolos nuevamente en resguardo hasta el final de la jornada. La conducta del niño fue mejorando y sus actividades en clase fueron más productivas, integrándose al trabajo en equipo, apoyando a la maestra al entregar o recoger materiales, libretas, libros, sentándose junto al escritorio. Terminó su 2o grado bastante exitoso.
Al finalizar el año escolar le entregó a la maestra una flor cortada en el jardín de la escuela, junto con una pequeña nota que decía: “La quiero más que a mis juguetes”. La maestra sonrió, pues sabía lo que esa frase significaba. El niño continuó su recorrido escolar pero antes de terminar la primaria reprobó un grado y la maestra vio con tristeza que lo etiquetaban como a un niño de mala conducta pues continuamente lo veía rumbo a la dirección.
A veces no nos damos tiempo de conocer lo que hay detrás de un alumno. Nos centramos tanto en lo pedagógico, en la conducta y en la disciplina, que desconocemos lo emocional. A veces un poco de atención y cariño hacen de la escuela el lugar seguro de un alumno al que le puede cambiar la vida. Por cierto, cuando todavía estaba en segundo grado, en una reunión de padres, dos de las mamás hicieron mención de la actitud de una maestra al sacar a un niño del salón y con paciencia y cariño calmarlo, tomar acuerdos con él y regresar jugando al salón. Pero ese niño ya no encontró quien lo aceptara y comprendiera.
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