“Llueve pero llueve y llueve, llueve y yo me siento solo, como si llorara el cielo”, cantaba Horacio Guaraní en los años 70 del siglo pasado, cuando la lluvia era todavía un caudal de regocijo, fuente de vida, recodo para el amor.
Joan Manuel Serrat le seguía la pista al indígena de Santa Fe, Argentina, con su Tiempo de lluvia: “De la noche a la mañana llega junto a la ventana con su tibio aliento otoñal y se acuna en el cristal en un suave baile entre los brazos del aire”.
Es que hasta hace 25 años las nubes dejaban caer verdaderas bendiciones sobre los campos y los pueblos, sobre los sembradíos y los tejados. Pero llegó el nuevo milenio con su promesa de milagros electrónicos y la ciencia adelantada como nunca para engatusar a muchos que se olvidaron, entre los juegos y los juguetes, que el planeta ya llevaba mucho tiempo sufriendo los excesos de nuestra especie, y estaba a punto de empezar a cobrar el alto precio de la depredación, de la contaminación, del apretujamiento de ya casi 7 mil millones de almas y algunos millones de desalmados que se hicieron ricos y se hacen más exprimiendo a la tierra y a la Tierra.
Quienes alentamos vida en esta época estamos pagando la cuota inexorable que exige la naturaleza por tanto estropicio. El cambio climático ya es un síndrome que enseña las llagas del mundo ocasionadas por ese virus maligno que se llama la humanidad.
Enfermedades extrañas, temperaturas extremas (fríos quemantes, calores congelantes), meteoros inéditos, huracanes pavorosos, trombas inexplicables, sequías convulsas… la meteorología se ha convertido en una ciencia del horror y la tragedia.
Y las lluvias, los aguaceros copiosos, copiosos; las granizadas empelotadas; los diluvios bíblicos.
En 1999 cayó en Misantla una tormenta atípica e inesperada que causó más daño y muertes de paisanos que el legendario Huracán Janet que azotó esa región en 1955.
Una lluvia así de infame, me cuenta el puntual meteorólogo Adalberto Tejeda Martínez, toma desprevenida a la población y a los sistemas de protección civil, porque no avisa como los huracanes. Por eso sus consecuencias son imprevisibles. La tormenta de hace 30 años en la región de Misantla ocasionó tantos destrozos debido a que no se alcanzaron a imponer protocolos de seguridad, a hacer acciones de prevención.
Y esas tormentas cada día son más frecuentes y más intensas. Las redes sociales y los periódicos se llenan de noticias de inundaciones en todos los ámbitos de la República: en el trópico generoso, en las montañas imponentes, en las lagunas desecadas de la Ciudad de México. Se ahogan los mexicanos y sus animales y sus propiedades; les sucede en el norte y el sur, en el occidente y el este.
Vayamos aprendiendo a nadar, a tener a la mano una balsa o una canoa, a poner en alto nuestros electrodomésticos.
Tláloc está cobrando su venganza.
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