De 212 ayuntamientos en Veracruz, sólo 36 salieron limpios en la más reciente fiscalización. Lo repito con claridad, para que el absurdo resuene: “apenas el 17% de los municipios no presentó daño patrimonial”. El resto, una inmensa mayoría, no pudo comprobar cabalmente el uso de los recursos públicos. ¿Qué nombre le damos a ese fenómeno? ¿Administración deficiente, corrupción endémica, o simple y llana impunidad institucionalizada?
No importa cuál elijamos. Lo cierto es que estamos ante un patrón tan repetido que ya no indigna, y esa es la verdadera tragedia.
La auditora general del Órgano de Fiscalización Superior (ORFIS), Delia González Cobos, con una puntualidad que se agradece, declaró que su administración es “daltónica”, que no ve colores partidistas. Es una buena frase, mediáticamente útil. Pero más allá del discurso de neutralidad institucional —necesario, sí— hay que mirar los resultados: si la ley se aplica sin distingos, ¿por qué cada año los números siguen igual o peor?
Veracruz no necesita que se le invente. Tiene suficiente con su historia reciente. Basta recordar los multimillonarios desfalcos en los sexenios de Javier Duarte y Fidel Herrera, que dejaron un aparato burocrático acostumbrado a mamar del erario como si fuera derecho de conquista.
Años después, en plena “Transformación”, seguimos topando con la misma piedra. Se modifican leyes, se crean contralorías, se amplían auditorías… pero **la mayoría de los municipios sigue sin poder acreditar en qué y cómo gasta el dinero del pueblo**. Y no hablamos de pesos más, pesos menos. Hablamos de obras inexistentes, de facturas infladas, de contratos a modo, de tesorerías sin control, de compadres que cobran sin trabajar.
En términos llanos: hablamos de un sistema que está podrido desde abajo. Porque si más de 170 municipios no pasaron la prueba mínima de transparencia, no es un error aislado. Es una cultura política donde la rendición de cuentas es una farsa mal actuada.
Por supuesto que vale la pena destacar los pocos municipios que sí hicieron bien las cosas. En la lista están Xalapa, Veracruz, Coatzacoalcos, Tuxpan, Orizaba, entre otros. En estos casos, las administraciones municipales presentaron todos los documentos, respondieron las observaciones del ORFIS y, en términos fiscales, salieron bien librados.
Pero cuidado con caer en la ingenuidad: no basta con estar “limpio en papeles”. Un dictamen favorable no siempre es sinónimo de gestión eficiente, honesta o transformadora. A veces simplemente significa que se supo maquillar mejor la realidad.
La verdadera evaluación ciudadana no es el informe de una auditoría, sino la calidad de vida en las calles. **¿Hay alumbrado? ¿Hay agua potable? ¿Hay seguridad? ¿Las obras están bien hechas o son de utilería?** En eso también hay que poner el foco.
La auditora insiste en la necesidad de capacitación para tesoreros y directores de obra pública. Tiene razón. Pero también seamos serios: el problema no es que los funcionarios municipales no sepan usar Excel o no entiendan la Ley de Disciplina Financiera. El problema es más profundo y más cínico.
**Hay alcaldes que llegan a robar, no a aprender.** Hay síndicos que se convierten en cómplices, no en vigilantes. Hay regidores que intercambian silencio por prebendas. Y todo eso no se arregla con un curso sabatino en el ORFIS.
La profesionalización de los servidores públicos es crucial, pero sin voluntad ética, sin controles reales, y sin consecuencias jurídicas, es letra muerta. Y es ahí donde el sistema colapsa: no hay consecuencias. La mayoría de los que dañan el patrimonio público terminan sus trienios sin pisar una fiscalía, mucho menos una cárcel.
En Veracruz vivimos una simulación peligrosa: se celebran elecciones, se jura respetar la ley, se instalan contralorías, se entregan informes. Pero **el dinero público sigue escurriéndose entre las grietas de un aparato que no quiere verse a sí mismo al espejo**.
La auditoría, cuando se ejerce con rigor, debería ser un instrumento de regeneración institucional. Pero cuando se convierte en un trámite anual, sin dientes ni castigos, es solo otro engranaje de la simulación democrática.
El discurso de neutralidad partidista por parte del ORFIS es saludable y se aplaude, pero de poco sirve si los responsables de los desfalcos siguen libres, si los expedientes se archivan, si los informes no se traducen en acciones legales.
El silencio social ante este tipo de hallazgos revela un agotamiento cívico alarmante. Nos han acostumbrado a que el saqueo es la norma. Pero normalizar la corrupción municipal es aceptar que nuestros impuestos no tienen destino, que nuestras calles seguirán llenas de baches y nuestras escuelas sin techos.
Si algo exige este momento es claridad, firmeza y una memoria activa. Recordar quién hizo bien las cosas, pero también quién falló, quién desvió recursos, quién destruyó la confianza pública. Y hacerlo no por rencor, sino por justicia.
Porque si no exigimos ahora, mañana será igual. Y peor.
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