El domingo por la noche una noticia empezó a circular con la velocidad incómoda de las decisiones que no quieren ser discutidas. San Luis Potosí ya tenía nueva regla electoral: en 2027 solo una mujer podrá ser candidata a la gubernatura. No era una ocurrencia, no era una recomendación, era una reforma aprobada en fast track, sin debate, con mayoría legislativa y con una dedicatoria que nadie se atrevió a escribir, pero que todos leyeron entre líneas.
Le llamaron paridad. Pero lo que olía en el ambiente no era igualdad, sino cálculo.
Desde hace años he defendido —como muchas— la lucha de las mujeres por ocupar espacios de poder históricamente negados. La paridad no es una concesión graciosa del sistema, es una corrección necesaria de una desigualdad estructural. Está en la Constitución, es ley, y es una conquista. Pero lo que ocurrió en San Luis Potosí no es paridad: es la instrumentalización del discurso feminista para justificar una sucesión que huele a familia, a poder heredado, a política dinástica.
La llamada “Ley Gobernadora” obliga a los partidos a postular exclusivamente mujeres para la elección de 2027. No la mitad, no un equilibrio nacional, no una alternancia razonada. Solo mujeres. Solo en ese estado. Solo en ese proceso. Y justo cuando la senadora Ruth González Silva —esposa del gobernador Ricardo Gallardo— aparece como la figura natural del partido en el poder. Demasiadas coincidencias para creer en la casualidad.
El Partido Verde, primera fuerza política en San Luis Potosí, controla el Congreso, gobierna la mayoría de los municipios y decidió, junto con sus aliados imponer la paridad , lo hicieron sin debate en el Pleno, con votos del PVEM, PT, PRI y Movimiento Ciudadano. La forma también importa, y aquí la forma fue el silencio legislativo.
Mientras tanto, a nivel federal, el discurso es otro. La presidenta Claudia Sheinbaum ha sido clara: está a favor de la paridad, pero no del nepotismo electoral. Y esa distinción es clave. En la mañanera lo dijo sin rodeos: una cosa es que los partidos estén obligados a postular mitad mujeres y mitad hombres en gubernaturas, y otra muy distinta es imponer que, en un estado, para un periodo específico, la candidatura tenga que ser obligatoriamente femenina. Ahí, dijo, hay que revisar la constitucionalidad.
No fue una declaración menor. Sheinbaum incluso pidió a Arturo Zaldívar, Coordinador General de Política y Gobierno de la Presidencia de México, revisar si estas reformas locales se ajustan al marco constitucional. Porque cuando una regla general se convierte en traje a la medida, deja de ser principio y se vuelve estrategia.
La presidenta también recordó algo incómodo para muchos partidos: la reforma antinepotismo ya fue aprobada, pero entrará en vigor hasta 2030. Es decir, 2027 sigue siendo tierra fértil para las herencias políticas, siempre y cuando se acomoden los tiempos y las leyes locales. Y el Partido Verde fue claro desde antes: en sus estatutos no hay candado contra el nepotismo. La gente decidirá, dijo en su momento Ruth González. La gente… pero con reglas previamente acomodadas.
No es casual que esta discusión también esté ocurriendo en Nuevo León con la llamada “Ley Mariana”. Tampoco es casual que en ambos casos las beneficiarias potenciales sean esposas de gobernadores en funciones. Y no es menor que voces como la del diputado Ricardo Monreal hayan advertido el riesgo de estas reformas, señalando que se está pervirtiendo el sentido de la paridad para encubrir prácticas que la propia democracia debería desterrar.
Aquí está el punto incómodo: usar a las mujeres como coartada del poder no es feminismo. Forzar reglas para que una mujer específica llegue no fortalece la igualdad; la debilita. Porque convierte una lucha colectiva en una maniobra individual. Porque reduce la agenda de género a un instrumento electoral. Porque manda el mensaje de que las mujeres solo pueden llegar si alguien les abre la puerta desde adentro.
La paridad no puede ser selectiva, ni coyuntural, ni diseñada para un solo apellido. Si lo es, deja de ser justicia y se convierte en simulación. Quizá este sea uno de los debates más importantes de los próximos años: no solo cuántas mujeres llegan al poder, sino cómo llegan y para qué. Porque la democracia no se defiende solo con cuotas, sino con reglas limpias. Y porque la igualdad, cuando se usa como disfraz, termina siendo otra forma de abuso del poder.
Y mientras en los congresos se diseñan leyes con dedicatoria, en distritos como el de Misantla ya vimos la otra cara de esta historia. Municipios donde las esposas salieron a competir no por convicción ni por proyecto, sino porque “cayó género” y los maridos —aun con trayectoria política— no podían aparecer en la boleta. Ganaron, sí, pero muchas lo hicieron entre lágrimas, sin querer ser presidentas municipales, sin desear enfrentar una campaña, pasando de la cocina a la papeleta electoral en cuestión de días. Esa también es paridad, pero una paridad forzada, utilitaria, que usa a las mujeres como atajo legal y no como sujetas políticas. Podría incluso llamarse violencia política en razón de género, aunque ese es otro debate, uno que merece su propio espacio y que, sin duda, tocaré en otro momento.
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