En los últimos días, la Ciudad de México ha vuelto a ser escenario de manifestaciones en contra de la gentrificación, algunas de las cuales derivaron en episodios de violencia y confrontación. En respuesta, la Jefa de Gobierno declaró que “los habitantes de la ciudad están en contra de la gentrificación”. Más allá de la polémica, la afirmación resulta, como mínimo, arriesgada. ¿Realmente existe un consenso ciudadano sobre un fenómeno tan complejo? ¿O estamos, una vez más, frente a la simplificación de un debate que debería ser serio y técnico?
Para comprender el tema, es necesario ir más allá de los slogans. La gentrificación no es un invento reciente, ni un capricho de los turistas, ni mucho menos un fenómeno que pueda detenerse con consignas. En esencia, se trata de un proceso de transformación urbana en el que ciertos barrios, comúnmente populares o en estado de deterioro, experimentan una revalorización. Esto atrae a nuevos habitantes de mayores ingresos, incrementa el valor del suelo y los inmuebles, mejora servicios y espacios públicos, pero también provoca, en muchos casos, el desplazamiento de los residentes originales.
Este fenómeno es tan antiguo como las ciudades mismas. En las urbes de la Antigüedad —de Egipto a Mesopotamia, de Teotihuacán a Constantinopla— se han documentado procesos análogos de transformación urbana, donde los sectores de élite reconfiguraban espacios y desplazaban a poblaciones menos favorecidas. La diferencia es que, en las sociedades actuales, estas transformaciones están profundamente ligadas al mercado inmobiliario, la especulación, el turismo global y las dinámicas de un urbanismo neoliberal que privilegia la ganancia por encima del bienestar colectivo.
Sin embargo, reducir la discusión a un “estamos a favor” o “estamos en contra” de la gentrificación es tan absurdo como declararse en contra de la evolución urbana, del cambio social, o incluso, de la fuerza de gravedad. El verdadero debate no es si las ciudades deben transformarse, sino cómo gestionamos esas transformaciones para que no se traduzcan en injusticias sociales, exclusión o pérdida de identidad comunitaria.
La gentrificación en la Ciudad de México —como en Barcelona, Lisboa, Nueva York o Buenos Aires— no es producto únicamente de los visitantes extranjeros, ni de los jóvenes de clase media que buscan espacios atractivos donde vivir. Es, en gran medida, el resultado de la falta de políticas públicas efectivas, de la incapacidad gubernamental para garantizar vivienda asequible, regular el mercado inmobiliario, y planificar el desarrollo urbano de forma inclusiva y sostenible.
Mientras las autoridades eludan su responsabilidad de gestionar estos procesos con inteligencia y sensibilidad social, seguirán proliferando discursos vacíos, enfrentamientos estériles y polarización, en lugar de construir soluciones.
Lo que nuestras ciudades necesitan no son prohibiciones absurdas o discursos que dividen, sino gobiernos con visión, con capacidad técnica y con el coraje político para intervenir, regular, y garantizar que los beneficios del desarrollo urbano no sean acaparados por unos pocos, sino compartidos por todas y todos.
La transformación de las ciudades es inevitable. La injusticia no lo es.
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Rubén Ricaño Escobar
Consultor en desarrollo local y municipal, especialista en procesos urbanos y sociales.
www.cmdmexico.org
Imagen de portada: https://almomento.mx/
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