Con los años no solo se acumulan memorias, canas y calvicie: también se aprende a vivir. La vida, cuando es bien vista, no se mide en décadas, sino en las lecciones que solo el paso del tiempo enseña.
Llega un momento en el que los ojos comienzan a ver menos de cerca, y los oídos a escuchar menos de lejos. Dormimos menos horas, caminamos más despacio… pero, paradójicamente, es cuando comenzamos a querernos un poco más. La mirada se vuelve más benévola, no con los demás, sino con uno mismo. Se atenúan los arrepentimientos, ya no pesan como antes, y aprendemos a buscar la felicidad sin sentir culpa por ello.
Con la edad también aprendemos a elegir con mayor sabiduría: seleccionamos amistades, dejamos ir relaciones que ya no suman, y nos quedamos con quienes de verdad importan.
Hemos aprendido a viajar y a disfrutar, a seleccionar nuestros alimentos, y a beber mejor. Ya no vamos por el mundo en busca de respuestas urgentes ni aceptamos consejos vacíos. Entendemos que el silencio también es una forma de respeto, y que no vale la pena discutir con quien no sabe escuchar.
Hay que acostumbrarse a caminar más despacio, a despedirse de quien fuimos y a dar la bienvenida a quien somos hoy. Cumplir años no es solo cuestión de tiempo, sino de valentía: aceptar nuestro nuevo rostro, abrazar con orgullo el cuerpo que nos acompaña y soltar los miedos, los prejuicios y las cargas que el tiempo no logró borrar.
Envejecer es aprender a estar en paz con uno mismo, a soltar lo que ya no suma y a atesorar lo que aún permanece. Es comprender que la vida está hecha de cambios, de despedidas inevitables y de lágrimas que, al caer, abren paso a nuevas sonrisas, a sueños que renacen y a razones renovadas para seguir caminando. Y, aunque sé que la muerte me ronda en silencio cada día, me duele más la de un amigo que parte sin despedida, que la mía propia.
La madurez no es solo una cuestión biológica; es, sobre todo, un despertar espiritual. Comprender que esta es la única vida que tenemos nos impulsa a vivir con menos miedo, más gratitud y mayor conciencia. Agradecemos lo que fue, aceptamos lo que es y soltamos, con paz, lo que no podrá ser. Ya no corremos, caminamos. Ya no perseguimos la perfección, celebramos nuestras arrugas, porque en ellas habita la historia que nos pertenece. Y si algo hemos de anhelar, que sea llegar a ser —con dignidad y lucidez— unos viejos sabios.
Y quizá lo más bello de este proceso es que aprendemos a mirarnos sin el juicio del espejo. Porque llega un día en el que comprendemos que la belleza no está en el reflejo, sino en la manera en que nos habitamos por dentro.
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