Hay una frase que me dijo hace unos días un amigo, ingeniero ajustador automotriz en carrocería y pintura, mientras observábamos un coche chocado: “Los accidentes no los provocan los autos, los provocan las emociones de quienes los conducen.”
Y tenía razón. En México, más que falta de leyes, tenemos falta de educación vial. Se maneja sin licencia, sin conocimiento del reglamento y, sobre todo, sin conciencia. La mayoría de los accidentes no ocurren por fallas mecánicas, sino por fallas humanas: por el alcohol, por mirar el teléfono, por el exceso de velocidad, por el ego o por el simple descuido de no pensar en el otro.
El volante se convierte, muchas veces, en una extensión del carácter. Quien es impaciente, acelera. Quien es déspota, no da el paso. Quien es generoso, cede el paso aunque tenga prisa. En cada cruce se revela algo de lo que somos: respeto, tolerancia o enojo. Basta ver a alguien al volante para descubrir cómo enfrenta la vida.
No se puede conducir bien si se conduce con la mente alterada. El estrés, la frustración o la ira son malas consejeras; hacen que la distancia se acorte, que el juicio se nuble, que la prisa gane al respeto.
Nuestro país paga caro esa falta de serenidad. Miles de accidentes al año tienen una causa común: la ausencia de educación emocional. Nadie nos enseña que manejar no solo es dominar una máquina, sino dominarse a sí mismo.
Y lo peor: se confunde la cortesía con la debilidad. Por eso, dar el paso, respetar el alto o ceder el carril parece un favor, cuando en realidad es una obligación civil y moral.
Recordé entonces a mi queridísimo y admirado maestro don Carlos Vega Villalba, quien cuando nos entrenaba en fútbol solía decir: “Al practicar un deporte se descubre el carácter de la persona.”
Tenía toda la razón. En el deporte, como al conducir, brota la verdadera naturaleza de cada uno. Se nota quién sabe dominar sus impulsos, quién juega limpio, quién respeta al rival o quién se deja llevar por la ira.
Basta mirar a ciertos deportistas profesionales —en el fútbol, el tenis, el básquetbol o el béisbol— para entenderlo: cuando no ordenan sus emociones, brotan la agresión, el enojo y hasta la mala leche de lastimar o fracturar al contrario.
Manejar y practicar un deporte son, en el fondo, ejercicios de carácter. En ambos, la mente y el corazón se ponen a prueba: ahí se revela si uno tiene dominio propio, sentido de equipo, humildad y respeto.
Manejar, como vivir, exige atención plena. No basta saber frenar; hay que saber detenerse. No basta avanzar; hay que saber esperar.
Quien conduce con serenidad, probablemente también vive con paz. Quien atropella con sus actos, seguro también lo hace con su carácter. El coche —como la cancha— es apenas un espejo que amplifica lo que ya somos.
Quizá por eso el tráfico es un retrato de la sociedad: caótico, ruidoso, impaciente y lleno de gente que quiere llegar primero sin pensar a dónde.
El Dalai Lama dice que “cuando la mente está en paz, el mundo también lo está.” Manejar con serenidad no es solo una cuestión de técnica, sino de consciencia: si conduces con calma, contribuyes a la paz de los demás; si lo haces con enojo, siembras el caos en la calle y dentro de ti.
Cada trayecto podría ser un pequeño ejercicio de meditación en movimiento: respirar, mirar, respetar, agradecer. Porque la forma en que manejamos —y la manera en que jugamos— revelan, al final, cómo entendemos la vida.
Y antes de cerrar, una exhortación sencilla pero necesaria: tengamos el cuidado de no estacionarnos en cocheras, en lugares para personas con discapacidad o en cualquier sitio donde podamos estorbar o alterar el orden social. Respetar los espacios de los demás es también una forma de manejar con conciencia, de convivir en armonía y de demostrar que aún en lo cotidiano, sabemos ser ciudadanos.
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