Ayer leí un artículo que me sacudió más de lo que esperaba. Hablaba de algo tan simple —tan cotidiano— como escribir la lista del súper en papel. Parecía un tema menor, casi banal, pero mientras avanzaba me descubrí sonriendo, asintiendo, reconociéndome. Porque sí, todavía escribo cosas en hojas sueltas, de libretas que nuca acabo, todavía subrayo libros, todavía leo el Chiltepín impreso y compro periódicos, aunque ya todo esté en el teléfono. Y de pronto entendí algo que venía sintiendo desde hace tiempo: estamos dejando de escribir con lápiz y papel, y no sé si eso es un progreso… o una renuncia silenciosa.
Escribir a mano nunca ha sido solo una manera de anotar. Es un acto físico que me obliga a detenerme, a pensar, a escucharme. El artículo decía que escribir en papel activa zonas de la memoria y la atención que las pantallas no logran despertar. Me cayó el veinte, cuando escribo algo a mano, lo recuerdo mejor; cuando lo tecleo, a veces lo olvido en segundos. Quizá por eso muchas veces regreso al cuaderno, incluso cuando la app del teléfono promete ordenarlo todo por mí. No es nostalgia, es una forma de recuperar claridad.
Y sin embargo, siento que cada día es más difícil mantener ese ritual en un mundo que exige velocidad. Todo quiere nuestra atención: notificaciones, recordatorios, banners, alarmas. La lista en papel, en cambio, no vibra, no distrae, no compite conmigo; está ahí, quieta, esperando. Y eso, en medio del ruido digital, se vuelve un lujo casi subversivo. Es un pequeño espacio mental donde puedo organizar mi día sin que nadie más meta las manos.
También pienso en lo tangible, en tachar algo con el lápiz, doblar el papel, guardarlo en el bolsillo. Hojear el periódico El Chiltepín, abrirlo y oler la tinta, mientras escucho el sonido del papel al pasar la página. Son gestos que parecen insignificantes, pero que me devuelven una sensación de control que a veces se pierde en la pantalla. El artículo lo llamaba “nostalgia funcional”. Yo lo veo como una especie de ancla: algo que me recuerda que no todo tiene que ser inmediato ni intangible.
Pero quizás también escribo y leo en papel porque el país está en una efervescencia que lastima la cotidianidad. Hay días en los que amanezco abrumada, casi expulsada de mis propios rituales: mi café de la mañana, las voces familiares de Ciro Gómez Leyva, y por la noche, la compañía informativa de Javier Alatorre. Todo eso se ha ido contaminando por un ruido que no cesa. Marchas, bloqueos de transportistas, informes llenos de parafernalia de diputados que creen que legislar es posar para la foto o regalar abrazos y besos como
dulces en navidad, crímenes de lideres políticos, secuestros de empresario que se multiplican sin pausa. La realidad irrumpe con tal brutalidad que a veces me empuja lejos de mis costumbres más simples.
Y es triste —y peligroso— darse cuenta de que muchas de esas cosas dejaron de ser noticia. Se han convertido en la banda sonora absurda de un país que normalizó lo insoportable. Entre tanto caos, pareciera que lo verdaderamente importante se arrincona, nuestra capacidad de pensar, de sentir, de reflexionar sin prisa. Tal vez por eso sigo escribiendo y leyendo en papel. Porque ahí, en esa mínima franja de silencio, recupero algo que el entorno me arrebata: la posibilidad de mirar mi vida sin que el país, sus sobresaltos y su estridencia, me la dicten.
No estoy en contra de la tecnología, sería absurdo. Es útil, es rápida, es imprescindible. Pero sí creo que algo estamos soltando cuando dejamos de escribir o de leer en papel, algo íntimo, lento y profundamente humano. Tal vez por eso sigo regresando al lápiz, a los cuadernos, a los libros y periódicos impresos. No porque me rehúse al futuro, sino porque ahí encuentro un tipo de silencio que ninguna aplicación me puede ofrecer. Es mi manera de recordarme que en un mundo que corre, todavía tengo derecho a detenerme un momento y escribir mi vida… letra por letra.
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